En octubre de este año, se estrenó en Broadway la versión estadounidense de la obra producida originalmente por la National Theatre de Londres. Ese mismo mes se reestrenó la versión mexicana de este evento teatral basado en la novela de Mark Haddon y cuya dramaturgia corrió a cargo de Simon Stephens.
A partir del complejo universo que habita un adolescente con síndrome de asperger, se desarrolla una historia sencilla, emotiva y aspiracional, infalible para complacer a un gran público. Y vaya que lo logra, pues Claudio Carrera y Tina Galindo, los productores, dotan al montaje de una serie de elementos precisos y entrañables, empezando por la puntual y apasionada dirección de Francisco Franco.
En su segunda temporada, se apuesta a que el título de la obra sea el gancho y garantía para llenar la sala. En su primera temporada el público tuvo una gran respuesta debido a la celebridad de los actores que integraron el elenco. Si hay cambios en las actuales representaciones, se debe al aporte que hacen los nuevos miembros del reparto para enriquecer el proyecto.
Es más grata la breve participación de Luz María Aguilar, la única actriz del elenco original. Claudia Ramírez sorprende con su desenvoltura y solvencia al actuar como la psicóloga, Moisés Arizmendi le ofrece frescura y equilibrio al padre y Mónica Dionne aprovecha su inagotable capacidad para inyectarle profundidad y tormento a la madre.
La escenografía de Jorge Ballina y la iluminación de Sergio Villegas recrean con lujo de tecnología el mundo interno del joven Christopher Boone. Un personaje pleno de riquezas que son exploradas y agotadas por Alfonso Dosal, quien va hacia el fondo de las “capacidades diferentes” de Christopher para adentrarnos a una travesía que, de tan íntima e increíble, se torna colectiva y real. Fascinante siempre.
Se trata de teatro comercial de excelente manufactura. Un cuentito muy sencillo pero muy bien contado y diseñado. Y eso, en los tiempos recientes, se agradece.