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Es una historia que todos conocemos, dice el narrador para avisarnos del 'déjà vu'. La novedad radica en el hecho de que quien habla no es el 'mad doctor' de turno, ni el monstruo, ni su amante, sino Igor, el ayudante jorobado. No se lo inventó Mary Shelley, los cinéfilos lo recordarán con la cara de Béla Lugosi en 'El hijo de Frankenstein', pero, no nos engañemos, el Igor que todos aplaudimos es el Marty Feldman de 'El jovencito Frankenstein'. El modelo de Paul McGuigan no es la brillante parodia de Mel Brooks sino el 'Sherlock Holmes' de Guy Ritchie: Frankenstein también tiene derecho a maquillarse con efectos digitales.
Es una pena porque el cambio de punto de vista del narrador tenía posibilidades. Por un lado, Igor (Daniel Radcliffe en su enésimo intento por alejarse de Harry Potter) es otra creación de Victor Frankenstein (un gesticulante James McAvoy), que le da nombre y le quita la joroba con la misma prepotencia divina con la que hace revivir algunos miembros recosidos convirtiéndolos en el epítome de la monstruosidad. Reescribir el mito del nuevo Prometeo desde una mirada marginal podría haber transformado a Victor en el hombre atormentado por la culpa que la película nos reserva para sus minutos finales, cuando es demasiado tarde para recuperar los personajes del abismo del cliché.
El diseño de producción digital es tan suntuoso como en los 'reboots' de Ritchie, pero la metamorfosis de la leyenda en película de ruido y de furia, exceptuando la simpática escena del circo del inicio, es más torpe. La preferimos a fiascos como 'Yo, Frankenstein' porque al menos se esfuerza en retener el enfrentamiento entre fe y ciencia que iluminaba el clásico de Shelley, pero cuesta verla como algo más que carnaza para multisalas.