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'X-Men: Días del futuro pasado' nace marcada por una responsabilidad colosal: ser una suma que recapitule y enfoque la historia cinematográfica de los superhéroes mutantes de la Marvel. Esta empresa encuentra su título y sus referencias básicas en una idea argumental escrita en el cómic por Chris Claremont (aunque en el film ‘se olvida’ acreditarlo), y que se sitúa en un futuro donde los mutantes están siendo erradicados, forzados a emprender un viaje al pasado para evitar los acontecimientos que conducirán a esta situación. Así, la película cruza las dos líneas temporales que los X-Men han conocido en la pantalla, y coge a Lobezno (Hugh Jackman) como enlace entre cronologías.
La ambición correctora va más allá de su conglomerado narrativo: después de dirigir los dos primeros X-Men y producir una precuela, Singer vuelve a las riendas de la saga, reivindicando su papel en la configuración del moderno cine de superhéroes, eclipsado en los últimos años por Nolan y Whedon. Pero la elegancia diáfana que el director de 'Sospechosos habituales' inoculó en los anteriores títulos de la franquicia ha desaparecido. El film está huérfano de una estética clara, donde incluso las escenas más brillantes (el tiroteo visualizado desde la velocidad ultrasónica de Quicksilver) dependen más de la habilidad del equipo de efectos digitales que de una puesta en escena sin ángel. Muy poco cine para un producto con una única imagen relevante: aquella que está escondida al final de los títulos de crédito, ajena a la narración, que anula lo que acabamos de ver y concentra los deseos del espectador en una película que todavía no existe.