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El realizador húngaro de 38 años László Nemes -quien en algún momento fue asistente de director de Béla Tarr (El caballo de Turín, 2011)- hace una asombrosa ópera prima con El hijo de Saúl, un drama provocativo y paralizante ambientado en Auschwitz. Desarrollado en 24 horas de 1944, el filme nos engancha al protagonista (la cámara parece estar adherida a él) y así nos presenta a Saúl (Géza Röhrig), miembro del Sonderkommando, prisioneros (en su mayoría judíos) que fueron obligados a asistir a sus captores en las ejecuciones masivas.
La premisa sugiere que no hay nada particularmente especial o heroico en Saúl, cuya parca expresión insinúa que su alma ha sido aplastada desde hace tiempo. La cámara de Nemes parece encontrarlo por accidente, como el inicio de la película lo indica, cuando Saúl deambula a lo lejos del encuadre (en un aspecto de radio de 1:33). De ahí, Nemes zarpa hacia un frenético viaje alrededor del campo, más interesado en retratar un sentimiento de horror y caos a través de su percepción, sus acercamientos de cámara y su inquietante diseño de sonido, que en los hechos de la historia. Durante el tiempo que pasamos con Saúl, vemos que está convencido de que un niño muerto es su hijo y decide encontrar un rabino entre los cautivos para darle un entierro apropiado.
Al estar condenada al fracaso, la misión de Saúl se siente como una forma de locura al igual que otros disparates que ocurren su alrededor. Si el pequeño pertenece a Saúl es irrelevante, al igual que los detalles de un plan de fuga, pues ambos se enturbian por el infierno que funge como escenario. Debe ser estresante; este es el cine en su forma más agotadora al lidiar con eventos que quizá ninguna imagen podría transmitir, sobre todo en las escenas que se desarrollan en y alrededor de las cámaras de gas y los hornos en los que tiran los restos humanos. Pese a eso, El hijo de Saul se siente tan vivo que invita al debate, lo que te lleva al corazón del argumento.