Lo normal es recordar qué fue lo que comiste en un restaurante, pero si lo que más impresión te causó en tu visita es el excelente servicio, estamos hablando de una suerte de excepción. Porque a un restaurante vamos a comer, rara vez pensamos en ir a comer y a “ser atendidos”. Lo damos por hecho. Apostamos por un servicio parejamente bueno y nos enfocamos en otras cosas: que si el menú, que si la cava, que si el ambiente, que si la decoración. Incluso a veces podemos ser indulgentes y tolerar un servicio mediano, siempre y cuando el menú nos entusiasme. Pero aquí tenemos un buen ejemplo de maestría restaurantera. Es decir, tanta atención al comensal es una agradable distinción. Uno aquí es el rey, y el cuerpo de meseros ostenta un entrenamiento muy detallado.
Pero, una vez que el pasmo por el buen servicio pasa (uno termina siempre por acostumbrarse a lo bueno), entonces inicia la degustación. En la mesa se va disponiendo una delicada fusión de recetas mexicanas y mediterráneas, transformadas por los años y la tradición de esta casa gastronómica: una gama que va del perejil frito Estoril al mole negro de Oaxaca. También hay una vasta variedad de carnes, aves y pescados. Conviene hincar el diente en el ossobuco de ternera, el bife de chorizo, las albóndigas al chipotle, el atún con costra de pimienta negra, el robalo con corazón de alcachofa o el callo de hacha a la naranja y guajillo. La cava tiene botellas de México, Chile, Argentina, Francia EU, Nueva Zelanda, Australia e Italia. Una buena selección para quien no discute en el precio.
Los platillos tienen el sello del chef Pedro Ortega, el genio detrás de la cadena de restaurantes El Estoril, fundada a principios de los setenta en la Zona Rosa. Esa es una buena pista: 40 años de perfeccionamiento en la atención al cliente rinden sus frutos.