La cocina en Turtux es generosa y va a través de las épocas y toma un trocito de cada una. Como estamos en plena primavera, las opciones frescas son las que más llaman al comensal de lo que se lee la carta. Es buena idea pedir el coctel victoria (mezcal con zarzamora y un toque de limón), el cual logró reconciliarme con la idea de beber un coctel a base de dicho destilado: no era ni muy dulce ni dio una patada de alcohol.
Para empezar, la ensalada de quelites con cítricos y ajonjolí resulta una sorpresa, porque las hojas son mucho más interesantes que una ensalada de lechuga o de espinaca, además de que los quelites son una de las herencias prehispánicas más dignas de incorporarse en la cocina contemporánea.
Luego puede venir un sopecito de tuétano de res, que es puro espíritu colonial y deja una sensación de antojo cumplido. Entre los platos fuertes, hay uno que puede ser la locura de cualquier vegetariano moderno: el chile poblano relleno de flor de calabaza, hongos y granos de elote, todo en contraste con el espejo de salsa de chile pasilla que tiene una textura perfecta, ni demasiado suave ni demasiado martajado. La mejor parte es que en cada bocado los ingredientes se amalgaman gracias al queso de cabra que también forma parte del relleno.
Otra buena elección -ya para omnívoros- es el conejo orgánico en salsa de ciruelas (sólo se sirve de viernes a domingo), la pura combinación es un hallazgo por el que vale la pena cruzar la ciudad.
En los postres, hay que probar los mangos con helado de nata que encierran una pasta de semillas con pepita y pistache, sobre una salsa de naranja especiada con anís de estrella; un plato idóneo para compartir entre alguien que quiera algo dulce y ligero y una golosa irredenta, como yo.
En suma, un lugar que vale mucho la pena si se quiere recorrer, en una misma mesa, la tradición culinaria de este país.