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Podría ser una respuesta a aquella fantástica epopeya que vivió Richard Farnsworth montado sobre una máquina de segar en 'Una historia verdadera' de David Lynch. Ablandada, eso sí, en la tibia condescendencia que para mi discrepante gusto siempre ha hecho que a Alexander Payne le flaquearan las rodillas. Trató con paternalismo a aquel George Clooney de 'Los descendientes' que corría por Hawai con flip -flops, bañador y una descomunal cornamenta de marido engañado que soportaba con cristiana paciencia sobre la cabeza. Fue compasivo hasta el extremo con el Jack Nicholson de 'A propósito de Schmidt '. Y ahora es el turno de este Bruce Dern senil y fantasmal, con la cabeza quemada por la edad y la cerveza, que quiere llegar a Nebraska y cobrar un premio millonario del que se cree ganador. Un Quijote con abrigo de plumas, un tierno lunático que habita en un mundo de ilusiones caballerescas, un reptil de barra de bar que vive sobornado por el exceso de avena. En una mano, el albarán que debe hacerle rico. En la otra, la dentadura postiza. Y al lado un Sancho, su hijo: un buenazo sin oficio ni beneficio que le sigue el juego hasta el final de trayecto, perpetuando el discurso agridulce sobre la estirpe familiar y derivados que Payne ha convertido en espada de lucha desde los tiempos de 'Citizen Ruth'. Ahora, en una América rural que en otras épocas fue tierra de granjeros y camionetas de granja, y que ahora es un cultivo de animales de taberna con camisa de cuadros y gorra, mal nacidos y aprovechados que en la tercera ronda hacen del desbarrado protagonista un bufón de corte. La pena es que Payne no sea capaz de dar ironía de forma generosa sin sentir remordimientos.