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Así como lo hizo en La demora (2012), Rodrigo Plá vuelve a acercarse al conflicto de una familia para denunciar la ineficiencia, burocracia y carencias de las instituciones de salud. El cineasta uruguayo crea nuevamente, junto con su guionista de cabecera Laura Santullo, una atmósfera oscura para lograr su objetivo, sólo que esta vez el humor negro salpica acertadamente su relato.
Un monstruo de mil cabezas arranca con una voz en off que sugiere que los acontecimientos que aparecen ocurrieron en el pasado. Mientras, la cámara de Plá nos acerca a la casa de la familia Bonet, donde el padre tiene una crisis provocada por la enfermedad terminal que padece. Sonia (Jana Raluy), esposa del paciente, arranca junto con su hijo Darío (Sebastián Aguirre) en busca de una solución desesperada para prolongar la vida de su pareja.
Como el seguro médico que contrataron les niega el medicamento adecuado para el señor, madre e hijo inician un viacrucis para hallar a los responsables de la decisión, demostrar las inconsistencias del contrato y exigir –a como dé lugar– una respuesta.
El filme nos engancha por su intrigante construcción: paulatinamente, Plá nos hace ver que la voz en off inicial pertenecía a un juicio –¿de quién? ¿por qué?–, hallar la respuesta nos costará un recorrido en una especie de laberinto en el que se juega “el gato y el ratón”; a la par está la actuación de Raluy (nominada por esta cinta a los Premios Fénix 2016), quien provoca con sus gestos y entonaciones que sintamos la misma desesperación que Sonia. El más joven del elenco, Aguirre sale al quite con los contrastes de su quietud y viscerales reacciones.
Quizá la razón por la que más nos atrapa Un monstruo de mil cabezas es porque tiene algo catártico –¿quién no le ha querido gritar a la recepcionista o al médico luego de horas de espera?–, al final todos le tememos y afrontamos a la bestia que aquí se retrata y las cientos de fases que puede mostrar.