Un camino empedrado advierte que estamos en territorio de delicias, en el barrio de San Ángel, a unos pasos de Insurgentes Sur. La calidez del lugar se percibe apenas se cruzan las puertas –siempre cerradas– de este pequeño pero afamado comedor de cocina vasca. La duela y los cubos de madera que adornan el techo refuerzan esa sensación terrenal, mientras que sobre una pizarra se escriben las sugerencias del chef Miguel Díaz.
Gazpacho sorpresa, alubias a la riojana o una lengua en salsa española para quien gusta de los sabores intensos y definidos. O bien, un tiradito de atún o txipirones (calamares) pelayo para combatir el adelanto de la primavera.
Optamos por una entrada legendaria: la morcilla. Se trata de un platillo no apto para paladares reservados. En Zeru la ofrecen acompañada de pimientos (piperrada) en una suerte de potaje que resulta dudoso al mirarse, pero que refuta todo prejuicio cuando se prueba el primer bocado. Acompáñala con pan recién horneado y una copa de Valdrinal 2010, sugerencia de la casa.
Los platos principales, como el fideuá de mariscos, los camarones a la plancha con salsa romescu o las alubias blancas con almejas, confirman la fama creciente de su chef, quien no sólo domina la mezcla de ingredientes y sabores, sino que presenta sus creaciones con una coquetería francamente amorosa.
Si algo le ha dado buena fama a Zeru, un consentido de los vecinos de San Ángel, es el fondant de queso manchego.
“Los poemas de la mano que amasa”, dice Gaston Bachelard en un capítulo sobre la masa en La tierra y los ensueños de la voluntad. Este postre no es menos que eso. La presentación es colorida e impecable, acompañada de un sorbete que, en realidad, no agrega valor ni un contraste de sabores necesario a este pastelillo que al rebanarse deja escurrir el queso para invadir el olfato. El vuelo provocado por esta majadería obliga a volver cuanto antes.