Por supuesto que uno va a este restaurante para ver a los leones, mejores que los del zoológico a unas cuadras, pero también por el bello y tranquilo jardín en días asoleados (el interior colorido es simpático pero menos atractivo).
Los platos son servidos de manera abundante (algunos comparten entrada, plato fuerte, y hasta el postre) y de buen sazón, como de antaño, pues el chef lleva 18 años allí.
E personal, también sabe su trabajo y complace todos tus gustos, trayendo verduritas frescas, pan recién horneado, cambiando platos y cubiertos.
Se sugiere, por ejemplo, empezar con un espeso fondue de dos quesos, o suaves pulpos a la gallega, y luego un jugoso filete a la pimienta verde, o primero taquitos de chistorra en jerez y después una tierna gallina a la bilbaína, o pechuga rellena. Sin olvidar el pato en salsa de rosas o un buen róbalo en salsa holandesa. De postre strudel manzana con helado, quizá un anís o dos, hasta que se callen las guacamayas o el rugido de los felinos estremezca tu digestión.
Es buena idea ir allí a desayunar, para enfrentar el día. Redescubrir este lugar es darles la razón a los abuelos, que sabían disfrutar de la tranquilidad, sin música ni bullicio.