Malamén era una mujer cautivadora. Una viajera famosa por su seducción. Su vida de trotamundos, amigos y amores tuvo varios momentos cúspide. A modo de collage gastronómico, uno de sus sobrinos y el bisnieto de uno de sus amantes se unieron para traducir estos recuerdos en platillos y servirlos en un restaurante homónimo. De entrada, el local es llamativo por el predominio del blanco en la decoración y una linda escalera zigzagueante.
El menú, lleno de chistines, pasa del mole de olla a kebabs o mejillones al vino blanco. Como entrada pedí el soufflé de alitas de pollo. Fueron irrefutables. Se sirven cobijadas por una fundición de cuatro quesos y salsa buffalo al lado. Son muy carnosas y la mezcla de quesos es perfecta. También fue grata la combinación del sándwich de higos al vino con pechuga de pavo ahumada. Además, el vaso de agua de cortesía desconoce el fondo.
Los platos fuertes llegaron tibios. Noodles hechos a la segura, olvidables. Por otro lado, el chile güero envuelto en carne molida con salsa bbq y un soufflé de papas de guarnición fue mucho más interesante y creativo.
En cuanto a bebidas, hay un puñado de cervezas artesanales, vinos y refrescos. La descripción de cada coctel narra un pasaje de alguna travesía de Malamén. Pedí el sabático mapamundi (ron, maracuyá y cardamomo), que resume su viaje a Guatemala y la India. Quizá esperaba más del espeso coctel de 174 pesos. En general, los precios son bastante elevados para los platillos y el servicio que se reciben.
Para cerrar dulcemente elegí la malteada de flan y cajeta. Fue un momento feliz. La cuenta llega en un cuaderno con entradas del diario de la legendaria Malamén y comentarios de comensales enamorados de su cocina.
Si ella existió o no, no lo sabremos y no importa. Malamén es un bonito y simpático homenaje al teléfono descompuesto de las leyendas.