Si bien para alcanzar el éxito, la serie Riverdale apostó por los lineamientos de fórmula correspondientes al drama juvenil y el suspenso con aire a telenovela, conservando únicamente los nombres del cómic que toma como base, al menos eso sirvió para que este terminara de consolidar una necesaria reinvención, la cual ya venía empujando desde unos años antes y que no terminaba de llevar hasta sus últimas consecuencias.
Ante una realidad aquejada por la polarización que incluso ha alcanzado al mundo del entretenimiento —con fans poniéndose la camiseta en favor de marcas y franquicias, participando en batallas por redes sociales que rayan en la cultura del odio y de las cuales quienes sacan el principal provecho son las productoras—, siempre es necesario recordar el no tomarse las cosas tan enserio y permitirse el sano ejercicio de reírse de sí mismo.
Quien se convierte en uno de los mejores ejemplos de ello, irónicamente, es el responsable de una de las novelas que llegaron para cuestionar la maquinaria cotidiana impulsada por el consumismo y validada en la rutina que normaliza el sinsentido, que de paso replantea la masculinidad y alcanzó el estatus de objeto de culto. Se trata de Chuck Palahniuk, escritor de El club de la pelea de 1996 —que dio origen a la película dirigida en 1999 por David Fincher (Mank)—, quien decide darle continuidad a esa historia a través del mundo de las viñetas, recordándonos a lo que en su momento hizo Alejandro Jodorowsky, con la secuela de una de sus piezas fílmicas más emblemáticas, Los hijos del topo.
Aquí la premisa de un grupo de oficinistas que se reúnen los fines de semana para golpearse hasta el cansancio como una forma de escapar de la depresión y sentirse realmente vivos, pasa a convertirse en el telón de fondo para seguir explorando el impacto que provoca al interior de quienes deciden integrarle, conectándole con un contexto más amplio y exponiendo así el absurdo de los conflictos globales. Todo esto sin dejar de servir como pretexto para entregar algunos violentos enfrentamientos.
Ilustración: Penguin Random House
Del mismo modo, el cómic El club de la pelea 2 vuelve a atentar contra la dignidad de su protagonista, que es empujado a abandonar la rutina familiar a la que se aferra como último resquicio para escapar de sí mismo, por su esposa Marla, quien nunca termina de resignarse a su nueva y gris vida en pareja y continúa asistiendo con descaro a grupos de autoayuda.
Es esto último precisamente, lo que le permite al autor elaborar insólitos pasajes que coquetean con el humor involuntario, al presentar a enfermos terminales y discapacitados convertidos en hackers y una especie de unidad de operativos especiales, que replantean, a través del ridículo, el gastado estereotipo de los héroes de acción.
Pero lo mejor, es que todo esto no solo sirve para preparar el regreso del célebre Tyler Durden, sino para consolidarlo como un concepto, como una idea que infecta, que se hereda, que está en busca de un recipiente. Por si lo anterior fuera poco, para terminar de completar la sátira, la trama de El club de la pelea 2 se reserva un desfachatado juego de metaficción, con Palahniuk reclamando el protagonismo y presentándose como miembro de un peculiar grupo de lectura.
En cuanto al arte realizado por Cameron Stewart, aunque su estilo tradicional no logra explotar las posibilidades de la propuesta, al menos se pone a la altura, lo que le permite por momentos ir más allá de sus propios estándares creativos, usando imágenes sobrepuestas que van de pétalos de rosas a cápsulas, pastillas y por supuesto sangre.
Por estas razones, El club de la pelea 2 es una efectiva y sardónica autoparodia que luce tan innecesaria con respecto a la obra original, como ingeniosa, divertida y desfachatada, pero sobre todo conveniente para nuestra actualidad. Al igual que el ya mencionado Los hijos del topo, el cómic de Palahniuk es publicado en México por Penguin Random House.
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